Caía la tarde, grupos de muchachas salían de los
comercios, necesitadas de reír, de hablar a gritos, de empujarse, de esponjarse
en una porosidad de un cuarto de hora antes de recaer en el bistec y la revista
semanal. Oliveira siguió andando. Sin necesidad de dramatizar, la más modesta
objetividad era una apertura en el absurdo de París, de la vida gregaria.
Puesto que había pensado en los poetas era fácil acordarse de todos los que
habían denunciado la soledad del hombre junto al hombre, la irrisoria comedia
de los saludos, el “perdón” al cruzarse en la escalera, el asiento que se cede
a las señoras en el metro, la confraternidad en la política y los deportes.
Sólo un optimismo biológico y sexual podían disimularse a algunos su
insularidad, mal que le pesara a John Donne. Los contactos en la acción y la
raza y el oficio y la cama y la cancha, eran contactos de ramas y hojas que se
entrecruzan y acarician de árbol a árbol, mientras los troncos alzan desdeñosos
sus paralelas inconciliables. “En el fondo podríamos ser como en la superficie”
pensó Oliveira, “pero habría que vivir de otra manera. ¿Y qué quiere decir
vivir de otra manera? Quizá vivir absurdamente para acabar con el absurdo,
tirarse en sí mismo con una tal violencia que el salto acabara en los brazos de
otro. Sí, quizá el amor, pero la otherness no dura lo que dura una mujer, y
además solamente en lo que toca a esa mujer. En el fondo no hay otherness,
apenas la agradable togetherness. Cierto que ya es algo”... Amor, ceremonia
ontologizante, dadora de ser. Y por eso se le ocurría ahora lo que a lo mejor
debería habérsele ocurrido al principio: sin poseerse no había posesión de la otredad,
¿y quién se poseía de veras? ¿Quién estaba de vuelta en sí mismo, de la soledad
absoluta que representa no contar siquiera con la compañía propia, tener que
meterse en el cine o en el prostíbulo o en la casa de los amigos o en una
profesión absorbente o en el matrimonio para estar por lo menos
solo-entre-los-demás? Así, paradójicamente, el colmo de soledad conducía al
colmo de gregarismo, a la gran ilusión de la compañía ajena, al hombre solo en
la sala de los espejos y los ecos. Pero gentes como él y tantos otros, que se
aceptaban a sí mismos (o que se rechazaban pero conociéndose de cerca) entraban
en la peor paradoja, la de estar quizá al borde de la otredad y no poder
franquearlo. La verdadera otredad hecha de delicados contactos, de maravillosos
ajustes con el mundo, no podía cumplirse desde un solo término, a la mano
tendida debía responder otra mano desde el afuera, desde lo otro. (Tomado de Rayuela)
No hay comentarios:
Publicar un comentario